INICIO

Localice en este documento
No hay peor sordo
que el que



Cambiar color de fondo
Blanco   Gris 40%   Gris 50%   Negro
Tamaño de fuente
Reducir   Aumentar
Color de fuente
Blanco   Gris 25   Negro
 
   


   Aquí en París leo pocas cosas rioplatenses porque los afrancesados, señora, somos terribles. Ahora pasa que montones de famas, esperanzas y cronopios me envían no se sabe bien por qué numerosas publicaciones en forma de manuscritos, rollos, papiros, cilindros, plaquetas, separatas, hojas sueltas con carpeta o sin, y sobre todo volúmenes impresos en Buenos Aires y en Montevideo, sin hablar de mis tías que mantienen encendida la antorcha de los suplementos dominicales, que como antorcha es bastante curiosa porque apenas llega a mis manos tiende a convertirse en pelota de papel para alegría y desenfreno de Teodoro W. Adorno que se revuelca con ella en estrecha convivencia bélica.
   Será un poco por eso o por otras cosas, pero creo que todavía me queda bastante oreja para nuestro hablar y nuestro escribir, y a su vez será por eso o por otras cosas pero me sucede tristemente que muchos libros y plaquetas se me vuelven también pelota de papel, casi nunca desde el punto de vista intelectual y casi siempre desde el punto de escucha estético (dando matto grosso a "intelectual" y "estético" los sentidos respectivos de fondo y de forma). Digo esto y lo va a seguir a propósito de Néstor Sánchez y de su novela Nosotros dos, que conocí hace un par de años en manuscrito (a Sánchez no lo he visto nunca, a veces me escribe unas cartas entre sibilino y retobadas); ahora acaba de publicarse su libro y me ha tocado leer dos o tres reseñas, y ha pasado lo-que-cabía-imaginar, o sea que en el Río de la Plata están cada día más Beethoven en materia de estilo. No soy crítico ni ensayista ni pienso defender a Sánchez que ya es grandecito y sale solo de noche; ni siquiera tomo su libro como ejemplo especial, me limito a afirmar que es una de las mejores tentativas actuales de crear un estilo narrativo digno de ese nombre, y que al margen de sus méritos o desméritos representa un raro caso de personalidad en un país tan despersonalizado como la Argentina en materia de expresión literaria.
   Sánchez tiene un sentimiento musical y poético de la lengua: musical por el sentido del ritmo y la cadencia que trasciende la prosodia para apoyarse en cada frase que a su vez se apoya en cada párrafo y así sucesivamente hasta que la totalidad del libro recoge y transmite la resonancia como una caja de guitarra; poético, porque al igual que toda prosa basada en la simpatía, la comunicación de signos entraña un reverso cargado de latencias, simetrías, polarizaciones y catálisis donde reside la razón de ser de la gran literatura. Y esto, que resumo mal, es lo que varios críticos del libro han sido incapaces de ver, para deplorar en cambio con un penetrante aire de despistados lo que llaman "galimatías", "oscuridad", la monótona repetición de ese encuentro de un crítico que mira hacia atrás con un artista que va hacia delante.
   En otra parte me refiero a una segunda piedra del escándalo, José Lezama Lima. Defensor de causas desesperadas (de las otras se ocupan las plumas autorizadas y yo, como en la canción, no lo soy ni lo quiero ser), opto por romper un buen bumerang en pro de estos soliti ignoti. Lo que sigue es la versión de un rato de malhumor y tristeza, entre unos mates y unos cigarrillos; pido excusas por la probable falta de información, puesto que no llevo ficheros y además en esta temporada más bien me dedicó a escuchar a Ornette Coleman y a perfeccionarme en la trompeta, instrumento petulante.


Vocabulario mínimo para
entenderse


   Estilo: 1) La definición del diccionario es la justa: "Manera peculiar que cada cual tiene de escribir o de hablar, esto es, de expresar sus ideas o sentimientos." Como la noción de estilo suele circunscribirse a la escritura y por ahí se habla de "estilo de frases largas", etc., señalo que por estilo se entiende aquí el producto total de la economía de una obra, de sus cualidades expresivas e idiomáticas. En todo gran estilo el lenguaje cesa de ser un vehículo para la "expresión de ideas y sentimientos" y accede a ese estado límite en que ya no cuenta como mero lenguaje porque todo él es presencia de lo expresado. Un poco como ocurre con le raro intérprete musical que estable el contacto directo del oyente con la obra y cesa de actuar como intermediario.
   2) Esta noción de estilo se apreciará mejor desde un punto de vista más abierto, más semiológico como dicen los estructuralistas siguiendo a Saussure. Para un Michel Foucault, en todo relato hay que distinguir en primer término la fábula, lo que se cuenta, de la ficción, que es el "régimen del relato", la situación del narrador con respecto a lo narrado. Pero esta diada no tarda en mostrarse como triada. "Cuando se habla (en la vida cotidiana) se puede muy bien hablar de cosas 'fabulososas'; el triángulo dibujado por el sujeto parlante, su discurso y lo que cuenta, está determinado desde el exterior por la situación: no hay allí ficción alguna. En cambio, en ese analogón de discurso que es una obra, esa relación sólo puede establecerse en el interior del cato mismo de la palabra; lo que se cuenta debe indicar por sí mismo quién habla, a qué distancia, desde qué perspectiva y según qué modo de discurso. La obra no se define tanto por lo elementos de la fábula o su ordenación como por los modos de la ficción, indicados tangencialmente por el enunciado mismo de la fábula. La fábula de un relato se sitúa en el interior de las posibilidades míticas de la cultura; su escritura se sitúa en el interior de las posibilidades de la lengua; su ficción, en el interior de las posibilidades del acto de la palabra."

   ESCRITORES RIOPLATENSES DE FICCIÓN
Se alude aquí a los que obviamente no tienen un sentimiento del estilo como el apuntado más arriba. Pero apenas se escarba un poco, la sordera estilística asoma como síntoma de las falencias concomitantes en el sentido al que apunta el viejo lugar común de que el estilo es el hombre, en este caso el hombre argentino o uruguayo, derrochador indiscriminado de sus muchas y espléndidas cualidades. Quede así entendido que también se habla aquí de esos escritores que en su quinto o séptimo libro son capaces de escribir: "Se lo dije una mañana en la lechería, con nuestros codos apoyados sobre el mármol frío", como si se pudiera apoyar en el mármol los codos de nuestra bisabuela o como si el mármol de las lecherías estuviera por lo común en estado de ebullición; de escritores que se permiten displicencias con Borges a la vez que producen cosas como: "el tácito consentimiento del ancestral y perentorio llamado de su naturaleza indócil y conceptiva", o cursilerías donde un rostro se enciende con "el fuego indomable del sonrojo", sin hablar de los que explican cómo "tomándole la cara con las dos manos", etc., delimitación que permitiría deducir que hay otras personas capaces de tomársela con las tres o las ocho. Esto en cuanto a los mamarrachos más inmediatos de la escritura; de sus obras consideradas en su conjunto se deduce una mayor o menor sordera para los elementos eufónicos del idioma, el ritmo parcial y el general, y esta paradoja irritante: a pesare de estar escritas con un idioma siniestramente empobrecido por la incultura y la consiguiente parvedad del vocabulario, casi siempre sobran palabras en cada frase. Decir poco con mucho parece una constante de este tipo de escritor.


Tienen oídos y no


   Ya no recuerdo cuándo ni dónde ha dicho Brice Parain que según tratemos el lenguaje y la escritura, así nos tratarán a nosotros. A nadie le extrañe entonces que esté tratando más bien mal a aquellos escritores rioplatenses de ficción que en la escritura parecen ver sobre todo un sistema de signos informativos, como si pasaran de la Remington al imprimatur sin más trabajo que ir sacando las hojas del rodillo.
   Es probable que nadie resuelva nunca la cuestión del fondo y la forma puesto que tan pronto se demuestra que es un falso problema las dificultades reaparecen desde otro ángulo. Si es verificable que la expresión acaba siempre por reflejar cualitativamente el contenido, y que toda elección maniquea en pro de la una o del otro lleva al desastre en la medida en que no hay dos términos sino un continuo (lo que no impide, como estamos viendo hoy, que este continuo sea más complejo de lo que parecía), también cabe decir que para alcanzar el estado de la escritura que merece llamarse literario no basta con haber llenado resmas blancas o azules sin otro cuidado que la corrección sintáctica o, a lo sumo, un vago sentimiento de las exigencias eurítmicas de la lengua. Confieso que un tiempo esa literatura que llamo sorda me parecía sobre todo producto de la tetánica "enseñanza" de la lengua en nuestros sistemas escolares, y de la ingenuidad subsiguiente de segregar un relato cualquiera con la misma inocencia de un gusano de seda. Más tarde sospeché cosas peores frente a la monotonía de que el cuarto libro del novelista Fulano entrara en las vitrinas tan impecablemente mal escrito como el primero. La perseverancia en el bodrio parecía un indicio de otras cosas; no hace falta creer demasiado en la praxis para descontar que una ejercitación atenta de la literatura debería llevar a un progreso simultáneo en la manera de manejar el auto y en el sentido del viaje para el cual se lo maneja. ¿Cómo no ver que la única situación del escritor auténtico es el centro del átomo literario donde partículas conocidas y otras por conocer se resuelven en la perfecta intencionalidad de la obra: la de extremar todo lo que la suscita, la hace y la comunica? Si no había avance, si cada nuevo libro de Fulano reiteraba las carencias de los anteriores, sólo cabía pensar que la falla precedía la experiencia del oficio, que la invalidaba como un bloqueo, una censura al modo que la entiende el psicoanálisis.
   Indagando ese obstáculo inicial que podía explicar la sordera literaria de tanto narrador, y concentrándome por razones obvias en el Río de la Plata, revisé nuestras imposibilidades como ya una vez lo había hecho Borges desde otra intención y otro terreno. Empecé, ya lo dije, recordando la parodia de educación lingüística y literaria que se daba a los jóvenes argentinos de mi tiempo con un patriotismo que dejaba por el suelo el de San Martín y Bolívar, pues si éstos acabaron con los ejércitos españoles sin cortar por eso las raíces con España, los profesores de castellano y de literatura de nuestras escuelas secundarias conseguían el más horrendo parricidio en el espíritu de sus alumnos, instilando en ellos la muerte por hastío y por bimestres del infante Juan Manuel, del Arcipreste, de Cervantes y de cuanto clásico había tendido el infortunio de caer en la ratonera de los programas escolares y las lecturas obligatorias. Las excepciones eran como esa solitaria galletita con chocolate que sonríe a los pibes en la caja de un kilo sin. Por ejemplo yo fui lo bastante afortunado como para tener, a cambio de cinco o seis imbéciles, un profesor que era nada menos que don Arturo Marasso, y es muy posible que a usted le haya tocado una suerte análoga en su lotería docente. Pero ésas son loterías de Heliogábalo; estadísticamente hablando nos "educamos" (el pretérito indefinido vale quizá también como presente, hace rato que ando lejos y no sé) en la ignorancia de las Madres de la lengua, de las constantes profundas que deberíamos haber reconocido antes de proceder al parricidio freudiano que ni siquiera llegamos a practicar deliberadamente, porque decir como los reos, che Toto emprestame mil mangos, o como en los periódicos, el planteo gubernativo impacta los sectores bursátiles, o como en una novela, la hidra del deseo se le aglutinaba en la psiquis convulsa, no son ni conquistas ni pérdidas lingüísticas, no son rebelión o regresión o alteración, sino pasividad de lapa sometida sin remisión a la circunstancia.
   Pensé paralelamente y la influencia neutralizadora y desvitalizadora de las traducciones en nuestro sentimiento de la lengua. Entre 1930 y 1950 el lector rioplatense leyó cuatro quintos de la literatura mundial contemporánea en traducciones, y conozco demasiado el oficio de trujamán como para no saber que la lengua se retrae allí a una función ante todo informativa, y que al perder su originalidad se amortiguan en ella los estímulos eufónicos, rítmicos, cromáticos, escultóricos, estructurales, todo el erizo del estilo apuntando a la sensibilidad del lector, hiriéndolo y acuciándolo por los ojos, los oídos, las cuerdas vocales y hasta el sabor, en un juego de resonancias y correspondencias y adrenalina que entra en la sangre para modificar el sistema de reflejos y de respuestas y suscitar una participación porosa en esa experiencia vital que es un cuento o una novela. A partir de 1950 en gran público del Río de la Plata descubrió a sus escritores y a los del resto de América Latina; pero el mal ya estaba hecho y mientras por una parte muchos de esos escritores partían de un instrumento degradado por las razones que estoy tratando de entender, por otra parte los lectores habían perdido toda exigencia y leían a un autor uruguayo o mexicano con la misma pasiva aceptación de signos comunicantes con que venían leyendo a Thomas Mann, a Alberto Moravia o a Francois Mauriac en traducciones. Hay por lo menos dos clases de lenguas muertas, y la que manejan esos escritores y esos lectores pertenece a la peor; pero nada lo justifica porque esa muerta es una especie de zombie al revés, y sólo dependería de nosotros que despertara a una vida bien ganada y a pleno sol. Lo malo es que si no hay oreja, como decía Unamuno, si no hay ritmo verbal que corresponda a una economía intelectual y estética, si no hay ese sentido infalible del vocabulario, de las estructuras sintácticas, de los acatamientos y de las transgresiones que hacen el estilo de un gran escritor, si novelista y lector son cómplices metidos en una misma celda y comiendo el mismo pan seco, entonces qué le vachaché, hermano, estamos sonados.
   Me pregunté también cuáles podían ser los goces del connubio literario, a qué signo respondía el Eros verbal de esos escritores y lectores rioplatenses que eyaculan y reciben literariamente con el mismo aire perfunctorio y distraído del gallo y la gallina. Cualquier voyeur de nuestra literatura actual descubrirá rápidamente que estas chicas (el sexo no importa aquí) se quedan en un liviano erotismo de clítoris y no acceden casi nunca al vaginal. Así, limitada a los umbrales, la información y el "mensaje" escamotean por ingenuidad o incompetencia la fusión erótica total y dadora de ser que nace del comercio con toda literatura digna de tal nombre. En la Argentina el deleite de la literatura se agota -casi siempre justificadamente puesto que más allá no hay gran cosa- en los bordes de lo meramente expositivo. Los proemios de un goce más profundo lo dan apenas las incursiones del autor en la soltura oral, en un habla donde el lunfardo o las hablas provinciales y domésticas alcanzan a rescatar de a ratos la respiración del idioma vivo; pero apenas el novelista, pequeño dios acartonado, vuelve a tomar la palabra entre dos diálogos, se recae en la primacía del signo a secas. Y el lector corriente no lo advierte, y tampoco la mayoría de los críticos que confunden literatura con información de lujo. Entre nosotros parece haber muy pocos creadores y lectores sensibles al estilo como estructura original en los dos sentidos del término, en la que todo impulso y signo de comunicación apunta a las potencias extremas, actúa en altitud, latitud y profundidad, promueve y conmueve, trastorna y transmuta -una "alchimie du verbe" cuyo sentido último está en trascender la operación poética para actuar con la misma eficacia alquímica sobre el lector. Dejemos de lado el seudo estilo de superficie que en gran parte nos viene de la España verbosa de tertulias (la otra duerme y espera), y que consiste en redondear la frase, engolar la voz, adjetivar lujoso y dale nomás con cosas como "indagaba el monto del dinero dilapidado", o "dos o tres señores de familia pareja, oronda, apetente, con sus adultos y sus impúberes" (sic); todo este floripondio se irá muriendo solo y sus últimos ecos serán los discursos con que se despedirá a sus autores en el peristilo de la Chacarita. El peligro real es la sordera, no esas bandas municipales de la lengua; el mal está en el empobrecimiento deliberado de la expresión (simétricamente comparable a la hinchazón al cuete de los españoles de este tiempo) coincidente con la sobreestimación de la anécdota que motiva el texto. No parece advertirse que, al transmitir imperfectamente, la recepción oscila entre lo incompleto y lo falso; literariamente seguimos en los tiempos de las radios de galena. ¿Entenderemos por fin que en este oficio el mensaje y el mensajero no forman parte de la Unión Postal Universal, que no son dos como la carta y el cartero?


Gran fatiga a esta altura
de la disquisición


-Acabala, che -se oye decir en alguna paarte. Soy sensible a estas insinuaciones pero no me iré sin una última reflexión, porque a esta altura del partido entiendo que la indiferencia hacia el estilo por parte de autores y lectores mueve a sospechar que el "mensaje" tan dispuesto a prescindir alegremente de un estilo no ha de ser tampoco gran cosa. Y entiendo algo más: la raíz moral de lo que nos está sucediendo literariamente, eso que antes de las influencias negativas de la escuela y de las traducciones ya está jugando desde nuestra índole, el hecho de ser un uruguayo o un argentino. En literatura sufrimos como en muchas otras cosas las desventajas de nuestras ventajas: inteligentes, adaptables, rápidos para captar los rumbos de la circunstancia, nos damos el triste lujo de no acatar la distancia elemental que va del periodismo a la literatura, del amateurismo a la profesión, de la vocación a la obra. ¿Por qué nuestros hombres de ciencia valen estadísticamente más que nuestros literatos? La ciencia y la tecnología no admiten la improvisación, el bartoleo y la facilidad en la medida en que nuestros literatos creen inocentemente que lo permite la narrativa, y en cambio sacan brillante partido de nuestras mejores cualidades. En las letras, como en el fútbol y el boxeo y el teatro profesional, la facilidad rioplatense se traduce en suficiencia, en algo así como un derecho divino a escribir o a leer o a meter goles impecablemente. Todo nos es debido porque todo nos es dado; el Estado somos nosotros, el que venga atrás que arree, etcétera. Pero por cada Pascualito Pérez o Jorge Luis Borges, brother, qué palizas nos pegan dappertutto. Viva yo es una viveza que me harté de leer y de escribir en los paredones de mi infancia, casi siempre acompañado de esa otra viveza que también nos dibuja, Puto yo. Así nos decretamos un día escritores o lectores ex officio, sin noviciado y sin vela de armas, pasando de vagas lecturas a la rotunda redacción de nuestra primera novela y a la interpretación patriótica al pobre escritor más o menos catalán que no entiendo lo que pasa y baja espantado la metálica de su catálogo. Alguna vez se me dio la gana de perder una noche en San Martín y Corrientes o en un café de Saint-Germain-des-Prés, y me entretuve en escuchar a algunos escritores y lectores argentinos embarcarnos en esa corriente que estiman "comprometida" y que consiste grosso modo en ser auténtico (?), en enfrentar la realidad (?), en acabar con los bizantinismos borgianos (resolviendo hipócritamente el problema de su inferioridad frente a lo mejor de Borges gracias a la usual falacia de valerse de sus tristes aberraciones políticas o sociales para disminuir una obra que nada tiene que ver con ellas). Era y sigue siendo divertido comprobar cómo estos ñatos creen que basta ser vivo e inteligente y haber leído muchísimo para que el resto sea cuestión de baskerville y cuerpo ocho. Si les hablás de Flaubert te salen con cosas como "la tranche de vie" y no piensan en lo que se quemó Gustavo las pestañas; si son un poco más astutos te retrucan que Balzac o Emily Brontë o D. H. Lawrence no necesitaban tanta gimnasia para producir obras maestras, olvidándose que tanto unos como otros (genio aparte) salían a pelear con armas afiladas colectivamente por siglos de tradición intelectual, estética y literaria, mientras nosotros estamos forzados a crearnos una lengua que primero deje atrás a Don Ramiro y otras momias de vendaje hispánico, que vuelva a descubrir el español que dio a Quevedo o Cervantes y que nos dio Martín Fierro y Recuerdos de provincia, que sepa inventar, que sepa abrir la puerta para ir a jugar, que sepa matar a diestra y siniestra como toda lengua realmente viva, y sobre todo que se libere por fin del journalese y del translatese, para que esa liquidación general de inopias y facilidades nos lleve algún día a un estilo nacido de una lenta y ardua meditación de nuestra realidad y nuestra palabra. ¿Por qué quejarse finalmente? ¿No es maravilloso que debamos abrirnos paso en la confusión de una lengua que, como siempre, no es más que una confusión en nosotros mismos? Aquí en Francia se publican cada año centenares de libros insignificantes que prueban los riesgos de la acera de enfrente, la facilidad que puede tener para los mediocres un idioma accesible en su plena eficacia al término de los estudios escolares. Cuando por ahí sale el gran libro, es lógico que se envidie desde nuestras tierras el uso que es capaz de hacer el genio de una lengua como la francesa o la inglesa; pero nuestros libros también pueden llegar a ser grandes en la medida en que sean cada vez más la batalla ineludible por la conquista de una lengua antes de aspirar a su flor final, a su resultado perfecto. Lástima que aquí, tristemente, se inserte otra vez la falta de ganas de pelear, la ingenuidad o la canallería de querer recoger el botín sin haber dado un solo buen tajo, la fiaca rioplatense tan loable en verano a la hora de la siesta, tan aconsejable entre libro y libro, pero que no se conforma con amueblarnos de sueños y mate amargo los ocios magníficos del hombre rioplatense sino que es culpable de buena parte de nuestra bibliografía contemporánea. Chau.

Cortázar, Julio; La vuelta al día en ochenta mundos, México, Siglo Veintiuno Editores, 1984 (Tomo I)



Enlaces relacionados

En este sitio:

Otros textos de La vuelta al día en ochenta mundos





Volver atrás

[1]Mero tanteo para entenderse, primer round de estudio y de academia; el corte es falso, como se muestra más adelante.
[2]En un estudio sobre... Julio Verne, por supuesto. Cf. L'arc, No. 29, Aix-en-Provence, 1966.
[3]Por si algún aludido o temeroso de alusión incurriera en el justo reproche de que es muy cómodo citar sin dar nombre (en la Argentina ni siquiera se firman muchas supuestas críticas literarias) cumplo en indicar que las citas de este ensayo corresponden a pasajes de (por orden alfabético) Julio Cortázar, Mario E. Lancelotti, Eduardo Mallea y Dalmiro Sáenz, escogidos por la simple razón de que algunos de sus libros estaban al alcance de la mano mientras iba escribiendo esto.

Hosted by www.Geocities.ws

1